La alocada vida sexual de un campesino muy cortés. La doble vida, la moral burguesa y el sexo.
Pasar tantos meses en la soledad casi absoluta de la montaña no era
una excusa para perder las buenas formas y dejar de seguir las normas
que exigía el protocolo formal para todo caballero en cada situación.
Eso pensaba él, y actuaba en consecuencia.
Amante de la buena
mesa, todas las noches tenía alguna cita para cenar con una de las
señoritas con las que cohabitaba y aunque en las montañas no eran muy
exigentes al respecto, a él le gustaba mantener las formas. Lo
importante era que la primera impresión fuese buena, luego uno podía
cometer sus pecados si era necesario, pero con discreción.
Ciertamente,
era todo un seductor, y aunque sus modales fuesen poco menos que
exquisitos, su comportamiento real no era del todo correcto: se culpaba a
sí mismo de aprovecharse de su superioridad intelectual para embaucar.
Cuando comenzaba una relación algo más formal, empezaba simultáneamente a
tener encuentros sexuales con otra, hasta que su pobre pareja no daba
más de sí, momento en el que la abandonaba para sustituirla formalmente
por su amante y a su vez, buscaba otra compañera carnal, en un ciclo
infinito, un uróboro.
Es justo precisar que esto no le agradaba
demasiado, pero no podía evitarlo. Aunque se veía con edad de sentar la
cabeza, a todas sus amantes les llegaba un momento que él llamaba ‘su
hora’, y aunque lo intentó bastante, cuando llegaba ‘su hora’ perdían
todo su atractivo sexual y con el tiempo, cada vez se volvían más frías y
menos pasionales. Casualmente, siempre coincidía que ese mismo día su
pareja se agotaba y llegaba el momento de la sustitución. Por más que lo
intentaba, era imposible que recobrasen el interés.
Después
de todo, parecía un tipo persistente y preocupado por mantener la
pasión y hacer algo más duraderas sus relaciones, pero casi nunca
funcionaba. Empezaba mordiéndoles el cuello, con suavidad, con mordiscos
pequeños. Le parecía algo muy sensual pero no parecía obtener ningún
resultado. Luego agarraba uno de sus muslos, sin mayor suerte, y
aquellos juegos pasaban a ser un magreo casi mecánico.
A veces se ponía a pensar en qué podía haber fallado.
No
innovaba, el estilo perrito era su favorito, quizá ese era su
problema... Pero no, no podía ser eso, ellas insistían en colocarse a
cuatro patas y cuando había propuesto otras posturas, siempre acababan
con quejas y resultaba incómodo para ambos.
También era posible
que llegase a desarrollar un comportamiento acaparador y agresivo que
les resultaba insoportable, pero en tal caso, él no era consciente de
ello. O quizá la culpa no fuese suya, sino que formaba parte de la
naturaleza de todas las de aquella tierra comportarse así. Estaba en tal
caso, condenado a ser un don Juan de por vida.
Aquella
misma noche sabía que el día de la sustitución había llegado de nuevo,
cada vez tardaba menos. Tras despedirse de la forma más cordial que
pudo, sin obtener una respuesta, se retiró con su futura consorte a su
última noche de amor.
Al final le resultó bastante satisfactorio,
aquella era de las más fuertes y eso le volvía loco, iba a ser una
lástima tener que volver a lidiar con debiluchas. Aprovecharon para
hacer el amor un total de tres veces a lo largo de la noche, lo que le
dejó exhausto.
Antes de retirarse, se dedicó a su rutina.
Cogió
el garrote y de un golpe seco y fuerte, le partió la crisma. O al menos
lo intentó, porque seguía viva, por lo que necesitó varios golpes para
rematarla. La verdad es que aquello le resultaba casi tan placentero
como el sexo, pero salía más caro.
Mientras se metía la
mano en los pantalones para colocarse los sucios genitales de forma
cómoda, se aspiraba los mocos y observaba el cadáver de la oveja que
acababa de asesinar. Mejor desollarla mañana, pensó, todavía tenía
patatas para el almuerzo.