Un empleado de mediana edad recibe la noticia de que va a ser despedido
en breve y decide dimitir antes, de una forma un tanto particular.
“Disculpe si le resulta un tanto inoportuna mi visita, no la he
realizado en el horario estipulado ya que considero que se trata de una
cuestión un poco delicada y que requiere cierta privacidad. Discúlpeme
también por no avisar con antelación, pero temía una negativa y el
asunto no admite más prórrogas.
Hace 28 años que trabajo en esta
empresa, lo que me supone más de media vida. En todo este tiempo he
cumplido siempre con mi trabajo y no se me ha comunicado queja alguna.
Es más, aun estando en mi derecho, han sido muy pocas las veces que he
solicitado una baja laboral.
No se confunda, no quiero
distinguirme por encima de mis compañeros ni vengo a reclamar nada de lo
que se me debiera y en su momento no pedí, ya renuncié a todo ello en
su tiempo. Al igual que renuncié a muchos sueños cuando entré a trabajar
aquí, es ley de vida, supongo. Así que no se rompa usted la cabeza, más
de lo que nuestras terribles circunstancias exigen, buscando segundas
intenciones en lo que le digo.
Lo único que pretendo es conservar
lo poco que tengo. Ya es vox pópuli el nuevo recorte de personal que va a
realizarse en la empresa y gracias a algunas averiguaciones
absolutamente fiables, he confirmado que pertenezco a ese gran grupo de
desafortunados que perderán su empleo.
‘Quien no arriesga no gana’, solía decir usted. El problema es que las más de las veces, pierden los demás.
Soy
consciente de que usted no es el último responsable, que solo hace su
trabajo: oír, obedecer y ejecutar. Sea usted consciente de que es el
cargo más accesible e inmediatamente más cercano para elevar mis
reivindicaciones. Confío en que esta reunión con usted me sirva para
poner sobre aviso a sus superiores, a los que intentaré llegar de igual
manera en breve.
Sean, en fin, todos conscientes de mi situación.
Tengo una familia con tres hijos y este sueldo era el único ingreso que
nos mantenía. El sueldo no era especialmente elevado, como usted sabrá, y
por tanto nuestros ahorros son escasos, apenas podremos aguantar un año
con la prestación de desempleo.
Siendo realistas, a mi edad
considero poco probable que encuentre un nuevo empleo en ese tiempo y
peor aún, con la situación económica actual. Y si encontrase alguno,
casi seguro resultaría insuficiente. A alguien de mi edad y mis escasos
recursos no puede usted pedirle que vuelva a rehacer su vida, que
adquiera más formación, o que ande con malabares para intentar retrasar
un destino inminente.
Para terminar, quiero pedirle disculpas.
Puede que me haya precipitado un poco y le haya distraído. Le comprendo,
no es para menos, pero la situación requería esta contundencia y usted
no me ha dejado explicarme antes. La próxima vez, me aseguraré de que me
oigan antes de actuar, le doy mi palabra. Por hoy, me doy por
satisfecho si esta reunión sirve como toque de atención. Un saludo, y
gracias por su tiempo.
Ah, casi se me olvida. Aquí dejo mi carta
de dimisión, todo lo bien redactada que me ha permitido mi poca
habilidad. Quizás le facilite su tarea de comunicar mis intenciones.”
Después
de leerlo, dobló el papel y lo guardó en un bolsillo interior de la
chaqueta, sacó un sobre y lo dejó caer sobre el regazo de su
interlocutor. Se mesó su barba descuidada de una semana y dio un último
vistazo a todo el despacho antes de irse.
Después de salir cerró
la puerta con cuidado de no hacer ruido, los portazos y el sonido de las
sillas al arrastrarse eran algo que sacaban de quicio a su jefe y
aunque hubiera tenido un cese un poco abrupto, creía conveniente seguir
respetándole. Nunca hay excusa para ser un maleducado.
Mientras
salía del edificio murmuraba para sí: “Bueno, al menos he ensayado para
el próximo”, y en su mente los pensamientos se confundían con la lista
de la compra y otros quehaceres domésticos.
Mientras, en
el despacho, el jefe seguía con la misma expresión. La mirada perdida y
la boca un poco abierta, con una babilla espesa fluyendo. Sobre su
regazo, la carta absorbía el goteo burdeos incesante que caía de la
barbilla y brotaba de la enorme brecha de la cabeza.
En pocos
minutos el contenido de la carta se volvió completamente ilegible y por
mucho que se esforzaron, cuando la encontraron solo pudieron leer una
despedida manuscrita y apresurada que rezaba: “Atentamente, Arcadio”.
Contrastando
con toda la ostentación del lujoso despacho; bajo la silla en la que
descansaba aquel hombre, desfigurado y sucio, la sangre se coagulaba y
pasó a ser reseca y marrón, como una gran mancha de mierda.
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