jueves, 27 de febrero de 2014

La Sombra

Es un relato metafórico denso (puede que hasta pesado), surgido de un sueño real y guiado por las líneas del surrealismo original y del terror. Forma un díptico experimental con "La Luz", de ciencia ficción.


La noche en la ciudad es engañosa. Uno puede percatarse de esto en cualquier momento y en cualquier lugar, no hay que callejear necesariamente, aunque puede resultar una ayuda para convencerse.
Él lo experimenta desde su propia cama, escuchando el bullicio que llega del bar de abajo, en plena avenida. La ventana, abierta por el bochorno nocturno, tiene un cristal reforzado con cruces metálicas en su interior, esto divide la luz que entra en cuadriláteros que, a su vez, sufren múltiples transformaciones en su trayecto hasta la superficie en la que se proyectan. En primer lugar sufre una alteración del color: la luz anaranjada proviene de las muchas farolas de la avenida, pero se contamina con las luces de colores de los bares y locales.
Más tarde, la trayectoria oblicua con la que entra en la ventana, los marcos de la misma, los refuerzos metálicos y en definitiva, todos los obstáculos que encuentra a su paso, alteran la forma de la proyección y la cantidad de luz.
Por último, estas formas resultantes varían sus proporciones según la distancia que recorren hasta que topan una superficie para adherirse, aumentando o disminuyendo su tamaño de forma irregular.

Todo esto le resulta curioso, es una manera de sobrellevar el insomnio como otra cualquiera. Tener la cabeza llena de pensamientos bullentes, de forma similar a una olla exprés a punto de explotar, dificulta la concepción del sueño. Se fija en cada esquina, en cada pared, en las sombras cambiantes de las aspas del ventilador del techo girando.
Su mirada sale serpenteando de la habitación, se asoma al pasillo y puede ver, sin ver, las sombras platónicas que se conjuran fuera. En la habitación de enfrente se alcanza el grado máximo de deformación grotesca, cuando la luz se rocía sobre la mesa del escritorio, los libros, la cama y los peluches que la pueblan. Además, se confunde con la que entra de otra ventana, duplicando algunas.
Entre esas sombras, en la zona en la que precisamente parecían más poligonales y frías, le pareció ver que armonizaban y se volvían cada vez más suaves. No por ello, había atisbo alguno de calor en ellas, sino que eran más negras y más grandes cada vez, o eso le parecía.
Casi desnudo en su cama, observaba taciturno y serio, cómo se iban levantando en agrupación con otras de las sombras. Le hizo recordar a las gotas de lluvia que caen en el parabrisas de un coche, que al acercarse a otras inmóviles, se unen rápidamente a ellas y aumentan su tamaño, logrando acelerar su velocidad.
Aquella columna orgánica iba levantándose y definiéndose, aunque nunca demasiado. Era un fantasma de petróleo, que a pesar de ser sombra, tenía brillos en su superficie negra.
Aquella podría haber sido la sombra de su hermana, de su padre, o de un ladrón que se hubiera colado por la ventana y que probablemente, le asesinara para asegurar el éxito de su robo. Tan pronto le parecía alta y excesivamente esbelta, como de una talla más limitada y oronda, pero la tendencia general de su tamaño era al alza.
Ambos se miraban, eso estaba claro. Parecía incluso que aquella sombra, en constante movimiento, se acercaba hacia él, pero a una velocidad tan baja que pensó que sería un efecto visual y que no se acercaba en realidad, sino que seguía creciendo mientras no dejaba de moverse. Y no sabía que le daba más miedo.

A pesar de todo, seguía tumbado en su cama, atribuyendo aquel crecimiento extraordinario a la luz de algún vehículo que circulara a velocidad ridícula y con luces de carretera por la calle que hacía esquina con la avenida. Incluso cuando tuvo garantías para considerar del todo improbable esa posibilidad, se permitió el lujo de mirar a los lados, de mirar por la ventana y de tocarse, para asegurarse de que no soñaba. Luego lentamente volvió a dirigir su mirada hacia la habitación, con terror, ya que tenía la seguridad de que si no tenía a aquel fantasma encima, al menos estaba seguro de que habría avanzado bastante. Pero no, seguía su trayectoria impasible, un poco más cerca pero poco, y creciendo cada vez menos. No se preguntaba por la identidad de aquel ente, no le interesaba, ya conocía suficiente.
Aquella agonía lo aterrorizaba aún más, aunque hubiera querido huir no habría podido porque estaba paralizado de cintura para abajo, pero no lo notó porque ni siquiera lo intentaba. Había algo en ese pavor que le iba inundando desde el principio, poco a poco, y ahora se encontraba en el instante en el que dejaba de estar medio vacío para estar medio lleno. Fue en ese justo momento cuando la sombra pareció ser un poco más humana, pero dejando cada vez más claro al definirse, que era de todo menos hombre. Fue también entonces cuando pareció acelerar cada vez un poquito más, siendo lenta aún. Y fue también entonces, cuando por primera vez, intentó huir.
Cuando quiso moverse, se dio cuenta de que su cintura no se podía despegar del colchón. Su miedo era demente, a pesar de que la situación no era ni más grave ni más apremiante que hasta entonces. La diferencia es que ahora se había dado cuenta, de que estaba solo.

Siguió forcejeando, cada vez con más violencia, revolviendo las sábanas; pero su coxis permanecía inmóvil, dejando libre el resto de articulaciones.
Echó la mano a la mesita de noche y agarró un reloj despertador de forma curiosa. Lo arrojó contra la sombra, a la que atravesó y golpeó en el suelo, probablemente destrozado. La masa informe continuaba avanzando, impasible, aunque un poco más rápido cada vez. Ya había atravesado el pasillo y entraba en la habitación, apenas a unos metros de él.
Con prisa y por un instinto irracional, se bajó los calzoncillos, quedando ya completamente desnudo y sin ataduras de ningún tipo. Aprovechó para salir por la ventana de la habitación, que por suerte daba a un balcón. Desde ahí, accedió por la puerta al salón. Cuando se hundió entre la seguridad de las cortinas del salón, la sombra ya tenía la velocidad de una persona andando a paso sosegado y se asomaba por la ventana, olfateándolo.

Siguió corriendo como alma que lleva el diablo, nunca mejor dicho, sin pararse ni a cerrar las puertas. De todas formas, hubiese sido inútil, aquella cosa enorme y sólida se licuaba si era necesario para pasar bajo las puertas, o se sublimaba para pasar por ventanas y conductos. No existían barreras terrenales para contenerla.
Los pasillos del bloque de pisos, pese a estar oscuros, eran menos intimidatorios que las escaleras. Bajaba los peldaños de dos en dos, sin atreverse a correr más por no caer y quedar indefenso, pero con el terror del que ve nacer a su asesino en cada rincón que los escaños guarecían de la luz que entraba por los ventanucos de los descansillos.
Salió a la avenida y la encontró iluminada, pero se había vuelto terrorífica, vacía y silenciosa, sin más ruido perceptible que su propia respiración y el latido de su corazón, que enfrentaba peligrosamente a sus capilares con los huesos craneales.
Corría y corría sin parar, incluso adelantaba a sus propios reflejos en los escaparates, a los que veía de reojo esforzarse por alcanzarlo. Pero aquella celeridad que había adquirido con la desnudez, iba perdiendo intensidad con el cansancio, y aquellos mismos reflejos cada vez le parecían más cercanos, más claros, más fuertes y más feroces. Pronto aquello se convirtió en una cacería, la amplia avenida se estrechaba cada vez más y sus reflejos de los escaparates, versiones hormonadas y superiores de él mismo, casi licántropos, le daban caza como un par de galgos a una liebre.
Y como una liebre, precisamente, consiguió desviar su trayectoria y recortarles, introduciéndose por un oscuro callejón sin escaparates, tan solo con paredes de ladrillos y verjas metálicas pintadas de negro. Aquí sí había algo de sonido y materia orgánica, aunque poco, apenas las gotas de agua que caían de los canalones y algunos hierbajos, que aterrorizaban creciendo a ojos vistas en los tramos de acera en mal estado, como tentáculos de un ser de los subsuelos que buscaran sus pies descalzos y atormentados.
Aquel callejón, aunque le recordaba al cazador por lúgubre, al menos le protegía de las bestias. Conocía aquel barrio a la perfección y sabía que al salir de allí daría una calle modesta y solo un poco más ancha. Por eso, casi se le hiela el corazón y adelanta su muerte unos instantes, cuando vio que salía a una avenida aún más grande que la anterior, y probablemente más grande que cualquiera que hubiera visto. Todos eran edificios inmensos, con grandes carteles publicitarios luminosos de todo tipo y varias farolas, pero siguiendo un patrón que se repetía en cada manzana de forma aparentemente infinita. Los pisos bajos, eran totalmente de cristal, o directamente espejos; pero esta vez se reflejaba absolutamente todo, de forma poco nítida, como con niebla. Excepto él mismo.

Desde uno de los extremos de la avenida avanzaba inexorablemente, aquella forma humanoide, aquella mole que ya superaba el tamaño de los rascacielos aparecidos y que cada vez parecía más deforme y vagamente antropomorfa. Era una verdadera montaña en movimiento, envuelta en humo y niebla, que iba absorbiendo todo a su paso. Su sombra se alargaba cada vez más, en dirección hacia él, formando un gran agujero en el suelo.
Se dio la vuelta y miró hacia atrás. Las luces habían aumentado su intensidad hasta resultar cegadoras, e impedían ver por donde avanzar, eran un sólido muro blanco. Entonces sintió más miedo de la luz que de la oscuridad, y andando hacia el monstruo sentía el vaivén de sus genitales rozando en sus piernas al oscilar de forma casi escandalosa y el palpitar, ahora armónico, de su corazón. Se paró un instante, miró hacia la cima de la montaña, y se arrojó al lago de petróleo que había a sus pies. Mientras, la bestia iba decreciendo de tamaño a una velocidad vertiginosa y aunque la sombra se alargaba, su intensidad disminuía hasta sellar aquel socavón. Al mismo tiempo, el sol se elevaba por encima, como una corona sobre su cabeza que, irónicamente, acababa con su reinado de terror.

Él permaneció cayendo durante una eternidad, sin morir nunca, y a la mañana siguiente encontraron su cuerpo físico en una de las calles. Estaba excesivamente frío, con los ojos abiertos y una expresión forzada en la cara que no consiguieron hacerle desaparecer para su entierro. Sin poder conocer la razón de su muerte y en base a los estudios de la autopsia, que mostraban unos niveles anormales en la segregación de cierto tipo de hormona, determinaron que la causa de la muerte fue intoxicación por un tipo de droga desconocido del que no encontraron muestra alguna.
Por alguna extraña razón, todos los transeúntes evitaron aquel día una de las papeleras públicas que había en aquella misma calle. Nadie se percató de ello ni experimentó nada fuera de lo normal, pero la verdad es que allí se refugiaba la criatura. Ahora apenas tenía la estatura de un niño de cinco años y permanecía agazapada, con la barbilla entre las rodillas, mientras esperaba la puesta de sol para escapar. Si alguien se hubiera asomado, no vería nada, solo un par de puntos lejanos, como dos linternas LED al fondo de un estrecho pero profundo pozo.

"El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en este claroscuro surgen los monstruos". -Antonio Gramsci.

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